Recorrió el templo con su ofrenda en las manos, embriagada por el aroma de los narcóticos que ardían en los pebeteros. Despacio, se arrodilló ante el Elevador Sacro y pulsó el Botón de Acceso a la Conciencia Superior.
Las puertas de metal dorado se abrieron con suavidad, dejando a la vista la cabina acolchada. Con movimientos precisos, tantas veces repetidos desde la infancia, depositó en el saquito de trigo sarraceno, las antiguas monedas de cobre y la tarjeta con su petición manuscrita, como prescribía la tradición, al tiempo que recitaba el primer mantra de la Sagrada Escritura.
— Elevamos nuestros sueños, alzamos nuestros corazones. Ten, Señora, piedad de ellos.
Las puertas se cerraron con un suspiro hidráulico y la mujer contempló con arrobo cómo el ascensor salvaba las siete plantas del Nirvana hasta el altar de la Diosa Madre.
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