Cuando la abuelita murió, los nietos se encargaron de vaciar la casa antes de que llegaran los tasadores a poner un precio de venta que conviniera a todos los herederos.
Fue una tarea fácil: todo a la basura. La ropa, las cortinas, los muebles pequeños y las plantas secas. Para los trastos más grandes —electrodomésticos, sillones, armarios, colchones y cabeceros— una familia de chatarreros gitanos con su furgoneta renqueante.
Ni una duda, ni un ápice de nostalgia o de inquietud por la posible valía de aquellos enseres.
Nadie se planteó que alguna de esas macetas secas pudiera albergar aún un rastro de vida, o que de esas telas con aroma a naftalina fuera posible sacar un nuevo patrón con aire vintage. Y nadie imaginó que aquel palo tieso del tiesto desportillado pudiera ser en realidad una maravillosa orquídea rosa y blanca, que sólo necesitaba un poco de agua, un poco de luz y un poco de música de Bach para recuperar su esplendor.
Refleja con realismo y dulzura el egoismo de la condición humana.
ResponderEliminarDuro y enternecedor relato.
ResponderEliminarque contradicción no?
¡Qué triste! E igualmente cierto. Cómo desbaratar una vida en un momento. Solo espero que la orquídea aflore en alguna parte y al menos, haga las delicias de algún vertedero.
ResponderEliminarFelicidades, Nuria, un gran escrito. Bss.